Cuando estaba en la escuela primaria, digamos cuarto o quinto grado, era habitual que un científico mantenido por la Comuna viniera a nuestra escuela -admito que era una escuela modelo y que sólo íbamos los hijos de quienes estaban bien acomodados con la burocracia partidaria- a dar charlas y conferencias. El proyecto del Ministro, el Secretario, o quien hubiera planeado la actividad, era que aprendiéramos algunas nociones básicas de ciencias naturales en general y que incorporáramos una forma rigurosa de acercarse al conocimiento, o por lo menos así nos dijeron, pero la verdad es que el químico (tenía nombre de elemento, muy adecuado para su condición de químico, pero no me acuerdo si era Xenón, Radio u Osmio; el apellido era Germano, pero lo llamabamos "Germanio", con nuestro inocente humor infantil) se iba por las ramas y solía terminar hablando de sus investigaciones, que, por otra parte, eran secreto de Estado. Los directivos de la escuela lo miraban con cierta indulgencia, acaso por su avanzada edad.
Recuerdo como si fuera ayer que en una de las charlas, titulada "La fotosíntesis", el viejo Germanio terminó contándonos que en sus investigaciones sobre materiales radiactivos -trabajaba en el desarrollo de la ansiada bomba atómica- había descubierto que el Francio emitía un tono azul intenso al ser bombardeado con neutrones, descubrimiento que le valió el reconocimiento de la misma Cocó Channel, quien puso de moda el color ese mismo año (´35) al sacar su colección otoño-invierno íntegramente en azul Francio. Fue acaso por vanidad que las tiendas parisinas lo denominaron azul Francia, pero esa es otra historia. Fue en esa charla que recuerdo tan vívidamente que yo hice alguna intervención brillante que impresionó al viejito, quien, gratamente sorprendido por mi interés en la bomba neutrónica, me invitó a conocer su laboratorio. Así fue que nos hicimos inseparables con el viejo Germanio y que durante un mes fui todos los días al salir de la escuela a visitar Centro de Experimentación Atómica, escondido entre las montañas que rodeaban mi pueblo.
Luego, un día, el viejo no apareció más. En el CEA me negaron el acceso y negaron, de paso, haber conocido jamás a un químico de nombre Rutenio, o Kriptón, o como fuera que se llamaba el viejito. Huelga decir que mi decepción fue grande, aunque mi desconcierto duró poco: mi padre me explicó que el Partido había decidido que ya no era productivo y que su falta de discresión sobre las investigaciones secretas había pesado más que su experiencia. Lo habían trasladado a una fábrica de tinturas. Fue en una de las últimas charlas que el anciano me comentó algo sobre su inmortalidad, pero yo no supe bien de qué me hablaba, en esa época y en mi pueblo la mortalidad no estaba de moda y no solía reconocerse como un fenómeno generalizado sino más bien como casos aislados, con lo que su inmortalidad no me pareció más extraña que la (supuesta) mía, o la de mis familiares cercanos. Yo era un niño ingenuo y, hay que decirlo, la información se manejaba con bastante oscurantismo en la Comuna.
Con los años fui ganando en golpes lo que perdí en inocencia y la vida me demostró lo equivocado que había estado con respecto a muchas cosas. Fue así como el asunto de la inmortalidad del viejito quedó en el olvido junto con la mía y la de mis padres, y no volví a pensar en eso hasta que, el año pasado, me lo crucé en Nueva York. Según pude averiguar después, los yankis lo habían contratado en el 38 para trabajar en el proyecto Manhattan y no se lo habían podido sacar de encima luego, ya que las jubilaciones son de por vida. Se lo notaba avejentado. Es decir, igual de avejentado que como había estado en mi infancia soviética, lo más probable, pero yo había desarrollado una sensibilidad especial para esas cosas cuando ser viejito dejó de ser cosa de dulces abuelitos para pasar a ser no acordarme el nombre de mis propios nietos.
Me reconoció, estoy seguro de que me reconoció. Me miró esa milésima de segundo extra. Pero no me saludó. No. Me miró con desprecio, con infinito desprecio, con asco casi, con un asco igual de intenso que el cariño que me había prodigado setenta años atrás. En el momento no lo entendí, pero, pensándolo un poco, es lógico.